martes, 23 de marzo de 2010

RECORDANDO A PABLO DOMINGUEZ


“¿Dónde está el niño que yo fui?”, se pre-guntaba Ne-ruda. “¿Sigue adentro de mí o se fue?”. Estas inte-rrogantes, tan significativas para cualquier adulto, no habrían tenido sentido para el pintor Pablo Domínguez, porque nunca dejó de ser un chiquillo, hasta el día mismo de su precipitada muerte, en noviembre de 2008 a la edad de 46 años.

Aclaremos que Pablo no era un niño a la manera de El Principito, ese candoroso gurú de bucles dorados que transita, autosuficiente, por su solitario planeta. No, pues; él fue un muchachito querendón y querible; gran vividor y pelusa consumado; de risa y garabato fácil; bueno para pasarlo bien y con un ojo siempre atento a las mujeres de su derredor. Fue un niño para quien la vida era una fiesta perpetua, aunque un tanto ensombrecida por el presentimiento de que algo terrible acechaba en los rincones más oscuros de la pieza.

Tal como los niños de cortos años, que no terminan de sorprenderse de que brote un chorro de orina de su cuerpo, Pablo no dejaba de asombrarse de la magia que manaba de sus propios pinceles. Artista autodidacta, su talento en el manejo del color era tan prodigioso, que relegaba a un segundo plano sus insuficiencias en el dibujo. Sus escenas panorámicas dieron vida a un mundo aparentemente edénico, sosegado, pero de ninguna manera dócil ni blando; la suya era quietud de la fuerza telúrica en reposo. Domínguez forjaba el volumen de montañas, animales o árboles moldeándolos como si los tallara, mediante intensos efectos de claroscuro trabajados con colores puros. De esta manera fue creando un universo pictórico que parecía regido por su propias leyes naturales, muy distante tanto de los dibujos infantiles y de las ilustraciones de cuentos, como de los cuadros artificiosos que algunos artistas menores hacen pasar por surrealismo.

Conocí a Pablo poco después que regresé a Chile, en 1986, y me dio por recorrer galerías y talleres de arte en busca de talentos frescos. De pronto, en la Casa Larga, me topé con un cuadro que me dejó plantado en mi sitio como si me hubiera caído una sandía en la cabeza. No tardé en averiguar el nombre del artista y visitarlo en un garage del barrio Bellavista que hacía las veces de taller. Pablo me recibió con su modo plácido que es una marca de familia, compartida con sus numerosos hermanos. Mi primer trato de “coleccionista” con este niño de ojos dormidos fue arrendarle “El Cumpleaños”, una enorme y exhuberante pintura sobre cartón, saturada de tortas y serpentinas, para adornar la fiesta de mi hija mayor que se celebraba al día siguiente. A partir de entonces nos fuimos haciendo amigos y nos veíamos bastante, junto con su círculo más íntimo de hermanos-pintores: Bororo, Samy Benmayor y Matías Pinto.

Allá por el año 1988, Pablo andaba de trasnoche, embadurnando muros, cuando un energúmeno salió de un bar y le disparó un tiro, hiriéndolo en una pierna. Fue la primera vez que lo visité en un hospital. La segunda, veinte años después, fue pocos días antes de su muerte. Me acogió todo ternura y sonrisas, llamándome a mí, grandulón y sesentón, “Pepito”. Le conté que a mi nieto mayor, de once años, le habían dado como tarea en el colegio que pintara algo en el estilo de Pablo Domínguez. Estuvo feliz de saberlo. Que otros niños lo tomaran como modelo: ¡que más podía pedir!

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