lunes, 14 de junio de 2010

SCHUMANN Y LA BIPOLARIDAD



Florestán se supone que representa la fase maníaca y Eusebio, la depresiva. Ambos son los personajes ficticios que se inventó Robert Schumann, el gran compositor romántico alemán, el segundo centenario de cuyo nacimiento se conmemora mañana, ocho de junio. Por lo mismo, en las páginas de cultura de diarios y revistas de los últimos días se ha recordado a estos caracteres imaginarios que representaban la coexistencia, en el espíritu de Schumann, del impulso apasionado, impetuoso e innovador junto con el hálito absorto, reflexivo y doliente.

Vivimos tiempos de intenso interés del grueso público por las enfermedades y condiciones siquiátricas. Que el propio Schumann se valiera de esos álter-egos irreales para escribir críticas musicales y para referirse al ánimo predominante de distintas composiciones suyas (o de diversos pasajes de una misma composición) ha dado pie a que se considere, generalmente, que sufría de trastorno bipolar. Si agregamos que nuestro compositor pasó sus últimos años, desde 1852 a 1856, fecha de su muerte, a los 46 años de edad, con su salud mental gravemente quebrantada, todo parece calzar con dicha caracterización de la ciencia médica que los medios de comunicación masiva han popularizado.

Bien puede haber sido así. Sin embargo, como suele suceder con las explicaciones redondas, a ésta se le escapan muchas hebras y matices. El diagnóstico se nos antoja aún más esquemático si acudimos al legado musical de Schumann. Es cierto que muchas de sus creaciones no rayan a gran altura, pero un artista merece que se lo juzgue por sus obras más logradas. Si, por ejemplo, evaluáramos a Beethoven a partir de su deplorable composición orquestal La Victoria de Wellington o de su atosigante Fantasía Para Piano, Orquesta y Coro, en lugar de aquilatarlo por sus últimos cuartetos para cuerdas y sus postreras sonatas para piano, amén de sus mejores sinfonías y conciertos, descendería en picada del sitial supremo que merecidamente ocupa.

Las obras más destacadas de Schumann, además de alguna sinfonía, son, sin duda, sus composiciones para piano solo y el concierto para piano y orquesta en La menor. Entre las primeras, la Fantasía Op. 17 y el Carnaval Op.9 bien podrían figurar en las compilaciones, tan de moda en estos tiempos, del tipo de “100 obras de música clásica que hay escuchar antes de morir”. La Fantasía Op. 17, en particular, representa, junto con el quinteto para cuerdas en Do Mayor de Schubert, el epítome mismo de la emoción romántica. Florestán y Eusebio se funden en un solo carácter en esta obra singular. Si esas honduras de introspección, trenzadas con esa exaltación sublime, pudieran reducirse a una explicación psicológica, significaría que la plena salud mental es un ámbito de esterilizada aridez.

Schumann amó a su mujer, Clara Wiek - eximia pianista y talentosa compositora, quien lo sobrevivió cuarenta años - quizás no sabiamente, pero sí demasiado bien (para citar a Otelo). En esa época las mujeres difícilmente se permitían soñar con libertades. Clara asumió que el talento femenino no podía dedicarse plenamente a la composición musical. Crió ocho hijos de Schumann y, cuando viuda, rehusó casarse con Brahms, discípulo de Schumann, con quien al parecer mantuvo una relación platónica. La música de Brahms siempre me ha parecido imbuida del sentimiento de la plenitud inalcanzable. Sin embargo él también merece que se lo juzgue por la innegable excelencia de su obra y no que se lo encasille en explicaciones fáciles.

Se puede decir que el espíritu romántico está en retirada. En su apogeo, a lo largo del siglo XIX, contribuyó mucho de lo mejor del canon literario y musical de Occidente. Y Robert Schumann, más ebrio de dicho espíritu que simplemente loco; más apasionado escrutador de las distintas facetas de su alma inquieta, que mero enfermo de un trastorno bipolar, fue protagonista insustituible de esa época de creatividad suprema.