lunes, 20 de septiembre de 2010

DEBATES TRAMPOSOS


Vuelvo sobre un tema que traté por escrito años atrás. Me refiero a la calidad del debate público, el cual siempre ha estado teñido de recursos tramposos pero en estos tiempos de medios masivos de comunicación y de opiniones vertidas a velocidad digital, se va deteriorando rápidamente. Pensemos en buena parte de los comentarios a los blogs para tener un indicio de la frecuencia con que se argumenta sin un mínimo rigor.

Para obtener un debate de calidad, sea en la arena pública, en el aula o entre amigos, deben respetarse ciertas reglas del juego que se vienen formulando desde hace milenios. La norma central es la que proscribe las falacias, esto es, las formas engañosas de argumentación que suelen convencer a un auditorio inatento, ignorante o emocionalmente comprometido. Estos recursos retóricos son muy abundantes y han sido debidamente catalogados. Basta tipear "falacias" en Google para encontrar completas descripciones de tales trampas discursivas.

Algunas falacias envuelven un error lógico, por el cual se arriba a generalizaciones precipitadas o a conclusiones insostenibles.

Sin embargo, las falacias más dañinas para la calidad del debate público son las irrespetuosas, esto es, las que consisten en descalificar al oponente o en distorsionar sus argumentos.

Las primeras se denominan ataques ad hominen. Su forma más extrema es la falacia conocida como "envenenamiento del pozo" que consiste en afirmar que el oponente es deshonesto o perverso y, por tanto, todo lo que de él provenga se encuentra contaminado. Una de las formas más comunes de envenenar el pozo es tachar al adversario de comunista, fascista, terrorista, reaccionario, pechoño, ateo, o algún otro calificativo que pueda desacreditarlo ante un auditorio determinado. Otra modalidad de descalificación ad hominem es la llamada falacia tu quoque (tú también) que procura demostrar que una crítica u objeción se aplica igualmente a la persona que la realiza, negándose a analizarla.

El ataque ad hominem pasa por alto la verdad evidente de que una aseveración puede ser correcta aunque quien la profiere sea un criminal. Por ejemplo, si un asesino convicto dijera que es de noche cuando efectivamente lo es, no pasaría a ser de día porque lo haya dicho un delincuente.

Por otra parte, el truco de retrucar al adversario, atacando algo que él no ha dicho, se conoce como la falacia del "hombre de paja". Por ejemplo, si uno critica acciones del gobierno de Hugo Chávez y le contestan que es partidario del imperialismo, cosa que no ha dicho, el argumento se dirige contra un "hombre de paja" que no ha aparecido en el debate (el imperialismo) con el fin de eludir la objeción que se ha formulado.

En el debate político de hoy, el recurso a los ataques ad hominem y a crear hombres de paja es pan de cada día. No es de extrañar. El político accede al poder y se mantiene en él por el voto de la gente, no por el apoyo de los eruditos, y en estos tiempos de opiniones fugaces, la tentación del argumento fácil, que pueda generar rápidamente la adhesión del ciudadano común, es, para muchos, demasiado seductora.

Dado que la discusión pública se desarrolla fundamentalmente a través de los medios de comunicación de masas, un paso efectivo para mejorar la calidad del debate sería capacitar a los conductores de programas de entrevistas o de conversación, sean de radio o televisión, para que conozcan las reglas más elementales de un debate de calidad. Armados de esa destreza, podrían advertir a los participantes de los programas que deben observar tales reglas y llamarles la atención, en el aire, cuando las transgreden. De este modo se iría educando también al público general.

lunes, 5 de julio de 2010

LAS VUVUZELAS Y EL ARGUMENTO CULTURAL


Las campanas repican, las sirenas ululan, las trompetas resuenan, los tambores redoblan o retumban….¿Y las vuvuzelas?. Algunos dirían que zumban, por el masivo e incesante sonido monocorde que genera una infinitud de estos instrumentos en los estadios de Sudáfrica. Sin embargo, no emiten un zumbido parecido al de un enjambre de abejas, sino uno menos urgente y más lerdo, como ronquido de cíclopes, y tan ancho como la muralla china. Otros prefieren comparar el imperturbable resuello de las vuvuzelas con el barritar de una manada de elefantes. No obstante, este último posee al menos una mínima entonación y un sonido que quizás sea más estridente, pero se percibe más redondo; por ello se dice también que estos paquidermos “trompetean.”

La verdad es que las vuvuzelas, bueno… ensordecen. ¿Por qué debería entonces permitirse que esa cortina de ruido atontador sea el omnipresente telón de fondo del actual Mundial de Fútbol? Un dirigente de la FIFA adujo una razón de respeto cultural por lo que algunos califican como una “auténtica experiencia sudafricana” de asistencia a los estadios. De nada valió que se demostrara que la vuvuzela se utiliza en Sudáfrica sólo desde hace aproximadamente veinte años y que probablemente se originó en México, en el Mundial de 1970.

El motivo cultural… En las últimas décadas este argumento ha pasado a ser una carta comodín en el juego de lo políticamente correcto. Que no se malentienda: es claro que propugnar el respeto por la diversidad y, por tanto, por las creencias y costumbres de distintas comunidades, es un avance esencial de cara a un pasado de discriminación sin coto y de desprecio por otras naciones y culturas. Sin embargo, como sucede cuando se rompen las barreras de contención de una práctica represiva inveterada, el péndulo suele oscilar hacia el otro extremo, hasta que se halla, con el tiempo, un equilibrio.

Así, en nombre de la identidad cultural se han llegado a defender castigos extremadamente crueles o la radical exclusión de las mujeres. No pretendo dramatizar mi oposición al uso de las vuvuzelas en competiciones deportivas internacionales. Es cierto que crea grandes contratiempos a los jugadores, comentaristas y jugadores; además, se dice que puede causar disminución auditiva a los infortunados que se encuentran expuestos a su inclemente sonoridad por mucho tiempo. Por supuesto, son efectos nada desdeñables, pero incomparablemente más leves que, por ejemplo, el apedreamiento de adúlteras, que en otras latitudes se ha intentado justificar en nombre de las creencias locales.

El estándar, sea el daño esperable más leve o más grave, debiera ser que una práctica que seriamente afecta el bienestar o derechos de las personas, o bien el desarrollo normal de una actividad internacional, no debiera permitirse en nombre de argumentos culturales, sean éstos reales o hechizos.

En suma, la FIFA debiera prohibir el uso de las vuvuzelas una vez alcanzada la fase de eliminatorias simples.

lunes, 14 de junio de 2010

SCHUMANN Y LA BIPOLARIDAD



Florestán se supone que representa la fase maníaca y Eusebio, la depresiva. Ambos son los personajes ficticios que se inventó Robert Schumann, el gran compositor romántico alemán, el segundo centenario de cuyo nacimiento se conmemora mañana, ocho de junio. Por lo mismo, en las páginas de cultura de diarios y revistas de los últimos días se ha recordado a estos caracteres imaginarios que representaban la coexistencia, en el espíritu de Schumann, del impulso apasionado, impetuoso e innovador junto con el hálito absorto, reflexivo y doliente.

Vivimos tiempos de intenso interés del grueso público por las enfermedades y condiciones siquiátricas. Que el propio Schumann se valiera de esos álter-egos irreales para escribir críticas musicales y para referirse al ánimo predominante de distintas composiciones suyas (o de diversos pasajes de una misma composición) ha dado pie a que se considere, generalmente, que sufría de trastorno bipolar. Si agregamos que nuestro compositor pasó sus últimos años, desde 1852 a 1856, fecha de su muerte, a los 46 años de edad, con su salud mental gravemente quebrantada, todo parece calzar con dicha caracterización de la ciencia médica que los medios de comunicación masiva han popularizado.

Bien puede haber sido así. Sin embargo, como suele suceder con las explicaciones redondas, a ésta se le escapan muchas hebras y matices. El diagnóstico se nos antoja aún más esquemático si acudimos al legado musical de Schumann. Es cierto que muchas de sus creaciones no rayan a gran altura, pero un artista merece que se lo juzgue por sus obras más logradas. Si, por ejemplo, evaluáramos a Beethoven a partir de su deplorable composición orquestal La Victoria de Wellington o de su atosigante Fantasía Para Piano, Orquesta y Coro, en lugar de aquilatarlo por sus últimos cuartetos para cuerdas y sus postreras sonatas para piano, amén de sus mejores sinfonías y conciertos, descendería en picada del sitial supremo que merecidamente ocupa.

Las obras más destacadas de Schumann, además de alguna sinfonía, son, sin duda, sus composiciones para piano solo y el concierto para piano y orquesta en La menor. Entre las primeras, la Fantasía Op. 17 y el Carnaval Op.9 bien podrían figurar en las compilaciones, tan de moda en estos tiempos, del tipo de “100 obras de música clásica que hay escuchar antes de morir”. La Fantasía Op. 17, en particular, representa, junto con el quinteto para cuerdas en Do Mayor de Schubert, el epítome mismo de la emoción romántica. Florestán y Eusebio se funden en un solo carácter en esta obra singular. Si esas honduras de introspección, trenzadas con esa exaltación sublime, pudieran reducirse a una explicación psicológica, significaría que la plena salud mental es un ámbito de esterilizada aridez.

Schumann amó a su mujer, Clara Wiek - eximia pianista y talentosa compositora, quien lo sobrevivió cuarenta años - quizás no sabiamente, pero sí demasiado bien (para citar a Otelo). En esa época las mujeres difícilmente se permitían soñar con libertades. Clara asumió que el talento femenino no podía dedicarse plenamente a la composición musical. Crió ocho hijos de Schumann y, cuando viuda, rehusó casarse con Brahms, discípulo de Schumann, con quien al parecer mantuvo una relación platónica. La música de Brahms siempre me ha parecido imbuida del sentimiento de la plenitud inalcanzable. Sin embargo él también merece que se lo juzgue por la innegable excelencia de su obra y no que se lo encasille en explicaciones fáciles.

Se puede decir que el espíritu romántico está en retirada. En su apogeo, a lo largo del siglo XIX, contribuyó mucho de lo mejor del canon literario y musical de Occidente. Y Robert Schumann, más ebrio de dicho espíritu que simplemente loco; más apasionado escrutador de las distintas facetas de su alma inquieta, que mero enfermo de un trastorno bipolar, fue protagonista insustituible de esa época de creatividad suprema.

martes, 30 de marzo de 2010

TRES CANCIONES-EMBLEMA DE LOS AÑOS SESENTA



Los años sesenta del siglo pasado, esa década durante la cual los llamados baby-boomers (los que nacieron durante la explosión demográfica de la postguerra) alcanzaron su mayoría de edad, han pasado a la historia como un período legendario, una época de oro de la rebeldía, la ruptura de tabúes y la creatividad. Eran los tiempos en que los jóvenes de Berkeley, París o Santiago pensaban que la luna se podía alcanzar con la mano y que había que transformar la sociedad antes de cumplir 30 años.

Se suele decir que dado que los conformistas se adaptan al mundo tal como es, todo progreso depende de los inconformistas, aunque, por supuesto, a veces lo que éstos hacen termina desastrosamente. Y así ocurrió con esa década delirante. Muchos de sus logros son conquistas perdurables. En cambio, otra parte de su legado derivó en pesadillas.

Entre los frutos más preciados de los años sesenta se cuenta su producción prodigiosa de creaciones literarias, cinematográficas y, sobre todo, de música popular, la cual surgía en incesantes borbotones de calidad inventiva. Los jóvenes de ese tiempo dábamos por sentado que cada año aparecerían al menos dos nuevos álbumes de los Beatles y de los Rolling Stones, amén de incontables grabaciones de otras excelentes bandas. La música popular recogía y propagaba los febriles anhelos del inconsciente colectivo juvenil; se esparcía por las más distintas latitudes como el himno universal de los rebeldes; incitaba a la quimera, la hermandad y el desenfreno.

Con la perspectiva de los años ¿cuáles son los temas musicales más emblemáticos de ese tiempo? Muchos añorarán las canciones de protesta de Joan Baez , la interpelación poética de las conciencias de “Blowing in the Wind”, de Bob Dylan, o las invocaciones a la suficiencia del amor y la necesidad de dar una oportunidad a la paz, de los Beatles. Hay quienes destacarán las libérrimas exploraciones musicales de Jimmy Hendrix. Otros preferirán los potentes ritmos de “Suspicious Minds”, de Elvis Presley.

Creo, sin embargo, que el espíritu de los sesenta no reside principalmente en los mensajes nobles o en las innovaciones creativas. Radica, más bien, en un ansia difusa, apremiante y siempre inalcanzable que, en nombre de la libertad, desembocó las más de las veces en la involución individual y la evasión. A fin de cuentas, esa fue la década del desborde de la juventud, una edad siempre marcada por el deseo vehemente y la ilusión, todo ello acompañado (lo que suele olvidarse) de un descuido por las consecuencias que es consustancial con esa etapa de la vida.

Por ello, pienso que las canciones más representativas de esa década encantadora y alucinada son “A Day in the Life”, de los Beatles, “Me and Bobby McGee”, de Janis Joplin y “(I can’t Get No) Satisfaction”, de los Rolling Stones. En la primera, una pieza de insuperable calidad, Lennon y McCartney se alternan para reflejar, en contrastantes atmósferas musicales, la ensoñación escapista y los apremios de la vida urbana, aumentando la tensión mediante un explosivo crescendo final. La balada de Janis Joplin es una verdadera bandera de la libertad despreocupada; la de los amantes que se desplazan sin rumbo, de ciudad en ciudad, tomados de la mano y cantando. Por último, la letra y música del tema de los Rolling Stones reflejan, como ninguna composición desde las obras de Brahms, la esencia misma del deseo perennemente insatisfecho.

martes, 23 de marzo de 2010

EL ULTIMO LIBRO DE PHILIP ROTH



Cuando pareciera que todavía no se seca la tinta de su libro “Indignación”, Philip Roth ya ha publicado otra novela, titulada “The Humbling”. A los 76 años de edad, este gigante de la literatura contemporánea sigue produciendo un volumen cada 18 meses.

Esta nueva novela es inusualmente corta. Es cierto que ya en sus previos tres títulos de ficción, Roth apretó la trama en muchas menos páginas que las de las obras que expandieron su reputación como el mejor novelista vivo (“La Pastoral Americana”, “La Mancha Humana”, “El Teatro de Sabbath”). Pero esta vez el autor no sólo se extiende por escasas 140 páginas de pequeño tamaño y amplios márgenes; además, el ritmo de su relato es urgente, como los trazos de un boceto o los dichos de un narrador que no dispone de mucho tiempo.

Estas características de “The Humbling” le atrajeron algunas críticas adversas. Ello es comprensible: el autor todavía hace gala de una prosa sin par, pero el relato, que transcurre en uniforme y estólida tercera persona, fluye a veces con la imperturbabilidad de un ensayo; se diría que se trata de una versión preliminar, de las muchas que se supone los novelistas deben elaborar, antes de exponer sus obras a la luz del día.

De hecho, cuando la leí, sentí que la novela iba deslizándose veloz hacia su término, mientras yo seguía esperando ser transportado al mundo Roth, esa esfera de complicidad entre el autor y sus lectores, en la que se exploran los fulgores y penurias de la condición humana a partir de complejos personajes e iluminadores detalles. Es algo que sus lectores damos por descontado al adentrarnos en uno de sus libros, con la confianza de las personas de buen dormir que saben que las primeras ensoñaciones comenzarán a envolverlo a poco de poner la cabeza en la almohada.

Concluida la lectura de “The Humbling”, sin embargo, el libro comienza a esponjarse y crecer en nuestra memoria. Es una buena señal. Todos conocemos esas novelas voluminosas y cautivadoras que no es posible dejar de lado y que se olvidan por completo tan pronto concluimos el libro. Esta última entrega de Roth opera del modo contrario: mientras la estamos leyendo, se nos antoja algo inacabada y efímera; no obstante, sus efectos retardados son poderosos.

Simon Axler, el protagonista, encarna el contraste entre la posesión connatural de dotes superiores y el temor cerval de haberlos perdido para siempre; entre la renovación de la esperanza y la claudicación definitiva. El personaje de Pegeen Stapleford, en tanto, es uno de los más complejos y equívocos salidos de la pluma de Roth. La relación entre ambos refleja la suprema fascinación que un hombre de edad, de alma inquieta, siente por las impenetrables generaciones emergentes, a la vez que su penosa incapacidad de entenderlas.

Con “The Humbling”, nuestro autor vuelve a rendir homenaje a los escritores que admira, (esta vez, Chejov) hasta el punto de realizar las fantasías de éstos al interior de su propia ficción. Así, el memorable final de este breve libro es un caso del arte que imita a la vida que imita al arte.

En cuanto a la forma de la novela, Roth emprende un viraje más en su ya dilatada historia literaria, tachonada de innovaciones. ¿Ha abierto nuevos senderos o llegó al fin del camino? El tiempo dirá, pero el maestro se ha ganado, sobradamente, el beneficio de la duda.

CLASES MAGISTRALES DE BARENBOIM


El concepto de clase magistral ha ido perdiendo su sentido originario. Hoy es sinónimo de una clase universitaria discursiva en lugar de activa En cambio, en su acepción estricta, clase magistral o masterclass es una sesión de trabajo entre un reconocido maestro – generalmente de música o artes escénicas – con uno o más estudiantes de nivel avanzado y, con frecuencia, en presencia de espectadores. Se supone que el docente debe presenciar las interpretaciones de los estudiantes e irles señalando sus puntos fuertes y débiles, demostrándoles con ejemplos cómo pueden perfeccionar su desempeño e iluminando, de paso, puntos clave de técnica y teoría.

Hay maneras equivocadas de enseñar, entre ellas que el maestro busque perpetuar su personalidad en los discípulos, tratando de forjarlos a su propia imagen, o bien que se erija a sí mismo como modelo brillante e inalcanzable. El cine nos ofrece ejemplos de ambas modalidades. En “El Maestro de Música”, el bajo-barítono José van Dam, representa a un célebre cantante ya retirado que toma bajo su protección a dos promisorios jóvenes, una soprano y un tenor, los lleva a vivir con él y les dedica todo su tiempo, modelándonos cual Pigmalión. En “Sonata de Otoño”, de Ingmar Bergman, una célebre pianista interpretada por Ingrid Bergman, llega de visita a casa de su hija ya casada (Liv Ullman) de quien se ha ocupado poco, por haberse dedicado por entero a su carrera. En la primera velada juntas, a pedido suyo, su hija toca para ella, con mucha reticencia, una pieza musical. La madre la alaba tibiamente y luego se sienta al piano a demostrarle cómo debe interpretarse esa composición, apabullándola con la abrumadora diferencia de talento y técnica.

En la vida real se da una gran variedad de estilos de clases magistrales. En Internet se pueden apreciar numerosas muestras (sugiero tipear en youtube.com la palabra masterclass). Algunos maestros son condescendientes; otros tratan de divertir al público presente; unos terceros siguen el modelo de “Sonata de Otoño” y empequeñecen a los que toman sus lecciones...

En toda esta diversidad, a mi juicio Daniel Barenboim, el gran pianista y director de orquesta israelí, de origen argentino, es quien dicta las clases magistrales más iluminadoras. En cada sesión, trasmitida por el canal de cable People and Arts, comparece un joven pianista, quien toca una pieza mientras Barenboim escucha sentado frente a otro piano, todo ello en presencia de un público conocedor y respetuoso. Junto con destacar las virtudes de la interpretación, el maestro le va indicando al discípulo, didáctica y constructivamente, los aspectos que podría perfeccionar. Ilustra sus palabras ejecutando él mismo los pasajes respectivos, en distintas modalidades posibles. Lo notable es que a la manera de un verdadero educador (la raíz de “educar” significa conducir hacia fuera lo que está dentro del alumno, a diferencia de “instruir”, cuya raíz denota la idea de inculcar algo), enfrenta a los discípulos con la necesidad de que sean coherentes con su propia visión. Los invita a tomarse libertades, pero dentro del rigor; les hace ver la relación entre música y silencio; les explica el sentido de los pilares fundamentales del ritmo, la armonía y la melodía y sus interrelaciones. Todo ello, dicho en tono conversacional, con entera claridad y con una sapiencia empática, nunca impositiva.

Sus clases magistrales no versan sólo sobre música, sino también sobre el arte de enseñar y sobre la verdadera naturaleza de una de las más nobles relaciones humanas: la de maestro y discípulo.

RECORDANDO A PABLO DOMINGUEZ


“¿Dónde está el niño que yo fui?”, se pre-guntaba Ne-ruda. “¿Sigue adentro de mí o se fue?”. Estas inte-rrogantes, tan significativas para cualquier adulto, no habrían tenido sentido para el pintor Pablo Domínguez, porque nunca dejó de ser un chiquillo, hasta el día mismo de su precipitada muerte, en noviembre de 2008 a la edad de 46 años.

Aclaremos que Pablo no era un niño a la manera de El Principito, ese candoroso gurú de bucles dorados que transita, autosuficiente, por su solitario planeta. No, pues; él fue un muchachito querendón y querible; gran vividor y pelusa consumado; de risa y garabato fácil; bueno para pasarlo bien y con un ojo siempre atento a las mujeres de su derredor. Fue un niño para quien la vida era una fiesta perpetua, aunque un tanto ensombrecida por el presentimiento de que algo terrible acechaba en los rincones más oscuros de la pieza.

Tal como los niños de cortos años, que no terminan de sorprenderse de que brote un chorro de orina de su cuerpo, Pablo no dejaba de asombrarse de la magia que manaba de sus propios pinceles. Artista autodidacta, su talento en el manejo del color era tan prodigioso, que relegaba a un segundo plano sus insuficiencias en el dibujo. Sus escenas panorámicas dieron vida a un mundo aparentemente edénico, sosegado, pero de ninguna manera dócil ni blando; la suya era quietud de la fuerza telúrica en reposo. Domínguez forjaba el volumen de montañas, animales o árboles moldeándolos como si los tallara, mediante intensos efectos de claroscuro trabajados con colores puros. De esta manera fue creando un universo pictórico que parecía regido por su propias leyes naturales, muy distante tanto de los dibujos infantiles y de las ilustraciones de cuentos, como de los cuadros artificiosos que algunos artistas menores hacen pasar por surrealismo.

Conocí a Pablo poco después que regresé a Chile, en 1986, y me dio por recorrer galerías y talleres de arte en busca de talentos frescos. De pronto, en la Casa Larga, me topé con un cuadro que me dejó plantado en mi sitio como si me hubiera caído una sandía en la cabeza. No tardé en averiguar el nombre del artista y visitarlo en un garage del barrio Bellavista que hacía las veces de taller. Pablo me recibió con su modo plácido que es una marca de familia, compartida con sus numerosos hermanos. Mi primer trato de “coleccionista” con este niño de ojos dormidos fue arrendarle “El Cumpleaños”, una enorme y exhuberante pintura sobre cartón, saturada de tortas y serpentinas, para adornar la fiesta de mi hija mayor que se celebraba al día siguiente. A partir de entonces nos fuimos haciendo amigos y nos veíamos bastante, junto con su círculo más íntimo de hermanos-pintores: Bororo, Samy Benmayor y Matías Pinto.

Allá por el año 1988, Pablo andaba de trasnoche, embadurnando muros, cuando un energúmeno salió de un bar y le disparó un tiro, hiriéndolo en una pierna. Fue la primera vez que lo visité en un hospital. La segunda, veinte años después, fue pocos días antes de su muerte. Me acogió todo ternura y sonrisas, llamándome a mí, grandulón y sesentón, “Pepito”. Le conté que a mi nieto mayor, de once años, le habían dado como tarea en el colegio que pintara algo en el estilo de Pablo Domínguez. Estuvo feliz de saberlo. Que otros niños lo tomaran como modelo: ¡que más podía pedir!

domingo, 21 de marzo de 2010

EL MATON DE LAS ALCACHOFAS


A Michelangelo Merisi, mejor conocido como Caravaggio (1571-1610), se le recuerda sobre todo como uno de los grandes revolucionarios de la historia de la pintura, no como el matón que también fue. Sin embargo, su memoria se halla también ligada a sus innumerables pendencias. De hecho, es difícil pensar en alguien de temperamento más incendiario, siempre presto a desenvainar la espada.

Cierta noche, en una taberna, Caravaggio protagonizó un suceso que ilustra a las claras su carácter violento. Ordenó ocho alcachofas para cenar, cuatro fritas en aceite y cuatro en mantequilla. Cuando el mozo llegó con el pedido, Caravaggio le preguntó cuáles estaban preparadas en aceite. El mozo le replicó que no tenía idea y le sugirió que las oliera para distinguirlas. Nuestro pintor reaccionó arrojándole la bandeja de alcachofas a la cara y armando una tremenda gresca.
Bueno, de un golpe de alcachofas nadie ha muerto, como no sea en algún poema de corte nerudiano.

Pero sucede que en diversas otras reyertas, Caravaggio hirió gravemente a varias personas e incluso mató a dos (quizás a más). Fue encarcelado repetidamente pero siempre terminaba obteniendo medidas de gracia merced a la intercesión de poderosos cardenales romanos cautivados por su arte sin par.

Históricamente, la actitud de brindar impunidad a personas de gran talento ha respondido a dos motivaciones distintas. La primera es elitista: supone pensar que la gente genial goza de privilegios especiales. La segunda responde a una ética utilitarista, esto es, a la teoría de que es moralmente correcto aquello que produce más beneficios que daños. Los protectores de Caravaggio se habrían guiado por este criterio si, por ejemplo, hubieran calculado que dejándolo en libertad el mundo contaría con más obras maestras, lo que sería más provechoso que castigarlo por sus delitos. Por supuesto, también son frecuentes las consideraciones más mezquizas, como sería el caso si alguno de sus protectores hubiera movido influencias para asegurar la impunidad del artista a fin de que siguiera produciendo para él creaciones que serían la envidia de su círculo social.

Motivaciones de tipo utilitarista explican algunos bullados casos históricos más recientes, como ser que a los científicos que trabajaron para el régimen nazi no se les enjuiciara en Nuremberg sino que se los llevara a los Estados Unidos o a la Unión Soviética para servicio de los respectivos superpoderes.

En cuanto a los artistas, nuestra sociedad occidental sigue siendo permisiva pero, cada vez más, sólo en cuestiones de estilo (ellos tienen licencia para llegar en blue jeans a las fiestas de gala). Ya no se los mira con relativa indulgencia si son alcohólicos o drogadictos, como sucedía hasta hace décadas atrás. Por el contrario, en países que gozan de sólidas instituciones se ha aplicado la ley con severidad a rockeros que han creado desórdenes públicos o a grandes cineastas que evadieron impuestos o se involucraron sexualmente con muchachas adolescentes.

Junto con reconocer que desde cada pozo de insondable individualidad pueden brotar tanto maravillosas realizaciones como acciones perversas, progresivamente vamos exigiendo de todos, incluso de los genios, que respondan por todas sus facetas humanas; que junto con cosechar merecidos aplausos, asuman sus responsabilidades.

Quizás nos alegremos secretamente de que en tiempos de Caravaggio los estándares fueran distintos, porque de lo contrario el patrimonio artístico de Occidente se encontraría más empobrecido, pero también debemos felicitarnos de que resulte cada vez más difícil andar abusando impunemente de los demás a propósito de alcachofas, por muy genial que uno sea.