
A Michelangelo Merisi, mejor conocido como Caravaggio (1571-1610), se le recuerda sobre todo como uno de los grandes revolucionarios de la historia de la pintura, no como el matón que también fue. Sin embargo, su memoria se halla también ligada a sus innumerables pendencias. De hecho, es difícil pensar en alguien de temperamento más incendiario, siempre presto a desenvainar la espada.
Cierta noche, en una taberna, Caravaggio protagonizó un suceso que ilustra a las claras su carácter violento. Ordenó ocho alcachofas para cenar, cuatro fritas en aceite y cuatro en mantequilla. Cuando el mozo llegó con el pedido, Caravaggio le preguntó cuáles estaban preparadas en aceite. El mozo le replicó que no tenía idea y le sugirió que las oliera para distinguirlas. Nuestro pintor reaccionó arrojándole la bandeja de alcachofas a la cara y armando una tremenda gresca.
Bueno, de un golpe de alcachofas nadie ha muerto, como no sea en algún poema de corte nerudiano.
Pero sucede que en diversas otras reyertas, Caravaggio hirió gravemente a varias personas e incluso mató a dos (quizás a más). Fue encarcelado repetidamente pero siempre terminaba obteniendo medidas de gracia merced a la intercesión de poderosos cardenales romanos cautivados por su arte sin par.
Históricamente, la actitud de brindar impunidad a personas de gran talento ha respondido a dos motivaciones distintas. La primera es elitista: supone pensar que la gente genial goza de privilegios especiales. La segunda responde a una ética utilitarista, esto es, a la teoría de que es moralmente correcto aquello que produce más beneficios que daños. Los protectores de Caravaggio se habrían guiado por este criterio si, por ejemplo, hubieran calculado que dejándolo en libertad el mundo contaría con más obras maestras, lo que sería más provechoso que castigarlo por sus delitos. Por supuesto, también son frecuentes las consideraciones más mezquizas, como sería el caso si alguno de sus protectores hubiera movido influencias para asegurar la impunidad del artista a fin de que siguiera produciendo para él creaciones que serían la envidia de su círculo social.
Motivaciones de tipo utilitarista explican algunos bullados casos históricos más recientes, como ser que a los científicos que trabajaron para el régimen nazi no se les enjuiciara en Nuremberg sino que se los llevara a los Estados Unidos o a la Unión Soviética para servicio de los respectivos superpoderes.
En cuanto a los artistas, nuestra sociedad occidental sigue siendo permisiva pero, cada vez más, sólo en cuestiones de estilo (ellos tienen licencia para llegar en blue jeans a las fiestas de gala). Ya no se los mira con relativa indulgencia si son alcohólicos o drogadictos, como sucedía hasta hace décadas atrás. Por el contrario, en países que gozan de sólidas instituciones se ha aplicado la ley con severidad a rockeros que han creado desórdenes públicos o a grandes cineastas que evadieron impuestos o se involucraron sexualmente con muchachas adolescentes.
Junto con reconocer que desde cada pozo de insondable individualidad pueden brotar tanto maravillosas realizaciones como acciones perversas, progresivamente vamos exigiendo de todos, incluso de los genios, que respondan por todas sus facetas humanas; que junto con cosechar merecidos aplausos, asuman sus responsabilidades.
Quizás nos alegremos secretamente de que en tiempos de Caravaggio los estándares fueran distintos, porque de lo contrario el patrimonio artístico de Occidente se encontraría más empobrecido, pero también debemos felicitarnos de que resulte cada vez más difícil andar abusando impunemente de los demás a propósito de alcachofas, por muy genial que uno sea.
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