
Los años sesenta del siglo pasado, esa década durante la cual los llamados baby-boomers (los que nacieron durante la explosión demográfica de la postguerra) alcanzaron su mayoría de edad, han pasado a la historia como un período legendario, una época de oro de la rebeldía, la ruptura de tabúes y la creatividad. Eran los tiempos en que los jóvenes de Berkeley, París o Santiago pensaban que la luna se podía alcanzar con la mano y que había que transformar la sociedad antes de cumplir 30 años.
Se suele decir que dado que los conformistas se adaptan al mundo tal como es, todo progreso depende de los inconformistas, aunque, por supuesto, a veces lo que éstos hacen termina desastrosamente. Y así ocurrió con esa década delirante. Muchos de sus logros son conquistas perdurables. En cambio, otra parte de su legado derivó en pesadillas.
Entre los frutos más preciados de los años sesenta se cuenta su producción prodigiosa de creaciones literarias, cinematográficas y, sobre todo, de música popular, la cual surgía en incesantes borbotones de calidad inventiva. Los jóvenes de ese tiempo dábamos por sentado que cada año aparecerían al menos dos nuevos álbumes de los Beatles y de los Rolling Stones, amén de incontables grabaciones de otras excelentes bandas. La música popular recogía y propagaba los febriles anhelos del inconsciente colectivo juvenil; se esparcía por las más distintas latitudes como el himno universal de los rebeldes; incitaba a la quimera, la hermandad y el desenfreno.
Con la perspectiva de los años ¿cuáles son los temas musicales más emblemáticos de ese tiempo? Muchos añorarán las canciones de protesta de Joan Baez , la interpelación poética de las conciencias de “Blowing in the Wind”, de Bob Dylan, o las invocaciones a la suficiencia del amor y la necesidad de dar una oportunidad a la paz, de los Beatles. Hay quienes destacarán las libérrimas exploraciones musicales de Jimmy Hendrix. Otros preferirán los potentes ritmos de “Suspicious Minds”, de Elvis Presley.
Creo, sin embargo, que el espíritu de los sesenta no reside principalmente en los mensajes nobles o en las innovaciones creativas. Radica, más bien, en un ansia difusa, apremiante y siempre inalcanzable que, en nombre de la libertad, desembocó las más de las veces en la involución individual y la evasión. A fin de cuentas, esa fue la década del desborde de la juventud, una edad siempre marcada por el deseo vehemente y la ilusión, todo ello acompañado (lo que suele olvidarse) de un descuido por las consecuencias que es consustancial con esa etapa de la vida.
Por ello, pienso que las canciones más representativas de esa década encantadora y alucinada son “A Day in the Life”, de los Beatles, “Me and Bobby McGee”, de Janis Joplin y “(I can’t Get No) Satisfaction”, de los Rolling Stones. En la primera, una pieza de insuperable calidad, Lennon y McCartney se alternan para reflejar, en contrastantes atmósferas musicales, la ensoñación escapista y los apremios de la vida urbana, aumentando la tensión mediante un explosivo crescendo final. La balada de Janis Joplin es una verdadera bandera de la libertad despreocupada; la de los amantes que se desplazan sin rumbo, de ciudad en ciudad, tomados de la mano y cantando. Por último, la letra y música del tema de los Rolling Stones reflejan, como ninguna composición desde las obras de Brahms, la esencia misma del deseo perennemente insatisfecho.